El crecimiento poblacional y el cambio del sistema agroalimentario en España han contribuido al aumento del consumo y de la producción, lo que ha incidido en la emisión de gases de efecto invernadero (GEI)
Que nuestros mayores son sabiduría es una verdad. Son experiencia y conocimiento en estado puro. Gracias a ellos sabemos, o al menos nos hacemos una idea, de cómo era la vida décadas atrás en este país, en nuestra provincia. Una sociedad eminentemente rural que encontraba en el campo, en la tierra, la mayor parte de lo que precisaba para satisfacer sus necesidades: desde verduras y hortalizas hasta carnes, frutas y huevos.
Aquella alimentación, limitada en muchos aspectos por el autoabastecimiento imperante, se ceñía a lo que había en el entorno más cercano. Y esa es la esencia, precisamente, del afamado “kilómetro cero” de la actualidad, apuesta que se basa en el consumo de productos de proximidad. Se trata no solo de favorecer el crecimiento y la consolidación del sistema socioeconómico más cercano, sino de contribuir a la protección del medio ambiente.
El salto a las ciudades
Pero el escenario ha cambiado mucho en las últimas décadas. El cambio que supuso pasar de ser una sociedad rural a convertirnos en una urbana ha ido dejando de lado algunos de esos hábitos, ese apego por la tierra, por lo cercano. Por lo natural, en definitiva.
Tiempo después la llamada globalización nos abrió los ojos a una nueva realidad: la que nos presentaba en bandeja de plata la posibilidad de acceder a productos alimentarios propios de la otra punta del planeta. Y aunque la exportación, especialmente en los países del centro y el sur de América, ha sido un fenómeno habitual a lo largo de todo el siglo XX, es innegable que ha aumentado exponencialmente en los últimos años.
En paralelo, esa globalización ha favorecido que algunos productos, como los kiwis o los aguacates, por ejemplo, se hayan convertido en una especie de “patrimonio de la humanidad” que se puede producir en muchos otros lugares con las condiciones climatológicas oportunas.
Consecuencias de los cambios demográficos y alimentarios
Pero volvamos a lo nuestro. Al “terruño”. Hace poco cayó en nuestras manos el Informe Emisiones de gases de efecto invernadero en el sistema agroalimentario y huella de carbono de la alimentación en España, coordinado por Eduardo Aguilera y Alberto Sanz Cobeña y editado por la Real Academia de Ingeniería. Y, en línea con ese cambio de paradigma, la investigación asegura que entre 1900 y 2010, la población se multiplicó por 2,5, mientras que entre 1960 y 2010 el consumo de proteína animal per cápita se multiplicó por 2,6.
¿En qué se tradujo ese aumento demográfico? Pues lógicamente en un obligado crecimiento de la producción: había que dar respuesta a las necesidades alimentarias de una población en crecimiento y tratar de fortalecer el mercado exterior a través de las exportaciones. Y, de la mano de ambas realidades, también conllevó un incremento del consumo de energía y de las importaciones.
Las cifras
El Informe, publicado en el año 2020, pone de manifiesto que la huella total de carbono de la alimentación en España, desde la producción de insumos a la gestión de residuos, se ha multiplicado por 3,9 en términos totales y por 2,5 en términos per cápita entre los años 1960 y 2010. En concreto, en este medio siglo ha pasado de 1,5 a 3,6 toneladas de CO2 per cápita al año.
A lo largo de más de un siglo, las emisiones de gases efecto invernadero de la producción vegetal se multiplicaron por 5 y pasaron de 7 a 34 millones de toneladas anuales de CO2 mientras que las emisiones de la producción ganadera crecieron, en comparación con los primeros años del siglo XX, de manera exponencial: de 8 a 75 millones de toneladas anuales de CO2.
Las soluciones
Es evidente que el escenario es preocupante. Pero el Informe nos abre una pequeña ventana a la esperanza: existen posibilidades de mitigar este nivel de contaminación. Y, entre otras muchas, las soluciones pasan por dos de los pilares sobre los que Mercasalamanca sustenta su actividad y apuesta: la reducción del desperdicio alimentario, especialmente importante en las fechas navideñas que aguardan ya a la vuelta de la esquina, y el cambio en los hábitos de consumo hacia un modelo más sostenible y saludable.
Así que, ahora más que nunca, recuperar el contacto con la tierra, con los productos de proximidad, con las personas que nos dan de comer día a día, tiene todo el sentido. Optar por los alimentos que se producen en nuestro entorno, a los que solo podemos acceder en temporada, respetando sus ciclos naturales, es parte de la solución. Como también lo es apostar por un consumo responsable y por dar una “segunda vida” a la comida que nos sobra.
Como decimos siempre, es un propósito global que tenemos que lograr alcanzar desde el compromiso personal y comunitario.